martes, 12 de febrero de 2019

sorpresa!

Entre los muchos hechos diferenciales entre niños y adultos, hace tiempo que llevo concentrándome en dejarme fascinar por uno muy concreto: su capacidad para sorprender.

Forma parte la sorpresa de una lista selecta de cosas que hacen que esta vida merezca la pena. Basta viajar un poco en el tiempo hasta la última vez que asistimos a un espectáculo de magia...basta recordar la reacción de todo nuestro cuerpo tras cada truco, en lo que era básicamente su reacción a la sorpresa que acompaña cada truco.
Basta recordar la sensación general del cuerpo saliendo del espectáculo. Parece hasta que esa sensación dura, se estira en el tiempo. Inevitable compararlo con los efectos de una droga.

Y quién dice que no lo es.

Porque es innegable que somos abiertamente adictos a esa sensación.
Es por eso que viajamos a todos esos sitios donde viajamos, con el objetivo de dejarnos sorprender por paisajes, monumentos y escenas que se salgan de lo cotidiano
Es por eso que vamos a los restaurantes que vamos, sin más ni menos ambición que dejar que las texturas, los olores y las presentaciones nos sorprendan saliéndose de la monotonía de los sabores conocidos.
Es por ese motivo que tiene tanto éxito el regalar experiencias. Porque lo material ya no sorprende.

Es una droga cara la sorpresa. Lo es, básicamente porque nuestro nivel de tolerancia no hace más que subir. Cada monumento espectacular elimina la sorpresa de cualquier otro que no le supere. Cada plato increíble ensombrece a los que son sólamente muy buenos.
Como con cualquier droga que se precia,  la dosis que vamos necesitando es lógicamente cada vez mayor; pero el mundo, en paralelo, no sigue este ritmo y no tiene tanto donde ofrecer, aunque se le  retuerza como se le retuerce para sacarle aún algunas gotitas a la dosis que calmen el mono. Se reinventan las experiencias, se generan nuevas necesidades, se trabaja con las percepciones.

En este mundo casi agotado de tanto estrujarlo, surge la figura espontánea del niño. Bueno, de los que yo puedo hablar son en este caso de mis hijos.

Mis hijos (igual que los de todo hijo de vecino). Que, sin complicarse, sin estrujar, sin rebuscar...y normalmente sin querer, me sorprenden cada día. Por creatividad, por no convencionales, por su pensamiento lateral, sencillo y evidente, por ser inesperados. Por ese cubo de agua fría de sinceridad y lógica.
Y, al contrario que ocurre con los restaurantes, los monumentos o los paisajes, la capacidad de sorprender de los niños no muestra ni un sólo indicio que no sea el de superarse día a día.

El núcleo de esa sorpresa es, sin duda, el aprendizaje. Nos sorprende que aprendan tan rápido, tan espontáneamente. Y esta sorpresa sólo tiene una dura explicación: así es amigos, hace tiempo que se nos olvidó aprender.
Y observamos nostálgicos esos avances a paso de gigante suponiendo que un día nosotros quizá también lo hicimos pero no recordando la última vez que tuvimos esa sensación brutal de saber que aprendemos.

Quizá otro día escriba sobre eso de aprender. O de no aprender.

Entre tanto me voy a la cama. A ver qué sorpresa me espera mañana.