martes, 21 de mayo de 2013

Si Madrid se acaba...

son las 7 de la tarde de un sábado. El cielo está medio nublado, una chaqueta no habría estado de más. Encojo los hombros y sigo escuchando a mi amigo. Lo del atleti, dice, eso sí que es algo grande.
Madrid ríe. En cada terraza. En cada conversación. Mires donde mires Madrid sonríe. Lavapiés es un hervidero a esas horas en la que uno estaba acostumbrado a no ver demasiado por la calle.

Primera parada para recoger a dos amigos más. Obligado acompañar la conversación con 4 botellines bien fríos. Casi ni nos oímos, la música está dos tonos más alta de lo que pide el oído a las siete y media de la tarde. Gesticulamos, nos abrazamos, amenazamos con matarnos. Era broma. Volvemos a reír.
La gente baila al lado nuestro. ¿Baila? Hay ambiente de tres de la mañana a plena luz del día. 4 botellines más y salimos a dar otra vuelta.
La calle se ha vestido de rojiblanca. Seguimos arreglando el mundo, sonriendo con los gestos de todos los atléticos y paseando por calles que, más allá del rojiblanco y del gris del cielo, quieren maquillarse de primavera.
Echo un trago en una fuente. Uno no sabe bien a qué sabe el agua de Madrid hasta que se acostumbra a no beberla. Echo el trago y recuerdo. Dulce, sabe a hierro dulce. No tardamos en entrar en otro bar y la cerveza viene acompañada de algo de comer. Y yo pienso, esto es Madrid. Seguimos hablando. Nadie ha parado de hablar desde que salí de casa. Ni en la parada del metro, ni en las calles, ni en los parques. Seguimos arreglando el mundo, abrazándonos. Otra caña y otro pincho. Vienen los colores en las mejillas y a las 9 y media  estamos recorriendo el barrio de las letras discutiendo a qué sitio del mundo iremos a contarnos las penas cuando no nos quede Madrid.

Las farolas colorean naranjas los adoquines del suelo. Las terrazas se han recogido y los restaurantes y las tascas son ahora escaparates de calamares, oreja, croquetas en platos que interrumpen risas. De verdad que no puedo parar de fijarme en las sonrisas. Quién diría que estamos en crisis.
Dos botellines más y llegada la hora cuesta despedirse para ir a casa.
Joder, cuesta despedirse cuando uno sigue escuchando risas en los grupos que aún llenan la calle mientras emprende el camino solo a casa.
Me voy despidiendo. De la gente. De los sonidos de las noches que, en Madrid, parecen casi siempre noches de verano. Del olor a aceite de los bares. De los chillidos para oírnos en un sitio atestado. De tocar, de reír, de abrazar. Me despido del aire, que huele al aire de siempre, de los parques, que huelen a primavera como nunca.

El regreso en Ave hace que vuelen los recuerdos.

Imposible dejar de escribirle a Madrid.

Imposible mientras Madrid se empeñe en no acabarse nunca.