domingo, 5 de febrero de 2012

desaprender

Me gusta mucho esa publicidad de ING que habla sobre desaprender. Me gusta porque creo que es indudable que todos en particular y la sociedad en general tenemos como tarea pendiente desaprender muchas cosas.
Nuestra evolución personal y el progreso colectivo pasan en muchos casos por ser capaces de borrar costumbres y crear nuevos hábitos.
Peeeero
(siempre hay un pero)
Lo malo de desaprender es que es jodidamente complicado.


Nuestras costumbres son quizá como el cauce de un río. Podemos secar hasta la última gota de agua del mismo y construir un segundo cauce junto al cauce natural; pero todo nuestro esfuerzo será inútil. En efecto, cuando vuelva a llover, el agua seguirá bajando por el cauce natural en lugar de por el que hemos construído.

Podríamos decir que para tener éxito al desaprender, será necesario llenar completamente de arena el cauce natural del río hasta hacerlo desaparacer. Es entonces, cuando ya no quede rastro del mismo, cuando podemos empezar a construir el nuevo cauce por donde lo queremos.

Desaprender hábitos es efectivamente complicado y requiere mucho, mucho más esfuerzo que aprenderlos.
Pero no nos engañemos, es algo realizable. 

Hay algo frente a lo que sin embargo me doy totalmente por vencido. Desaprender emociones.


Ocurre que en lo que a emociones se refiere el cuerpo reacciona por sí sólo, más allá de todas las órdenes sensatas que le pueda enviar la cabeza. Nervios, celos, angustia, rencor. Las emociones llegan directamente al cuerpo sin pasar por la cabeza, levantan un fuerte en mitad del estómago y plantan batalla a cualquier indicación racional.


En el caso de las emociones, y si cabe con más razón, desaprender sólo pasa por conseguir borrar el cauce natural del río por completo. No vale con secarlo, porque el agua volverá a correr por el mismo sitio, independientemente de todo el esfuerzo que hayamos hecho.

Y la pregunta es...

¿Cómo coño se consigue eso?

miércoles, 1 de febrero de 2012

CARAS

Miro caras.
Cuando camino, siempre miro caras.
Las miro y noto cómo sin quererlo surge dentro de mí una necesidad casi natural de juzgar al individuo que hay bajo esas caras.
Camino.
Y veo caras
Y, sin quererlo, juzgo. Instintivamente. Esbozo de forma instantánea el guión de vidas que no son las mías. Asocio rasgos con caracteres y con historias. Arrugas con preocupaciones, mofletes con sinceridad, ojeras con tristeza, simetría con confianza, labios carnosos con pasión, nariz afilada con soberbia,... 

Siempre que sigo este ritual me surge la misma pregunta. ¿Son justas las caras?

Pues evidentemente no. Ya nos avisa el refranero de que las apariencias engañan y, todo hay que decirlo, ese tal señor refranero no tiene por costumbre equivocarse. Las caras son injustas. Pero qué coño, es injustamente inevitable dejarnos guiar por las conclusiones a primera vista. Las caras no nos cuentan la verdad, las cejas, los ojos, los párpados, las arrugas de la frente, los labios. Nos mienten. 

Las caras nos mienten. Pero ojo, los gestos no.
Mirando y mirando caras saco la conclusión de que, más allá de los rasgos meramente físicos, son las maneras que tenemos de gesticular las que hablan de verdad de nosotros, las que cuentan nuestra historia, nuestras vivencias.
Conzco a una persona que ha vivido una gran desgracia personal. Fue hace muchos años, pero desde entonces, en cada uno de sus gestos, hasta en su sonrisa, puede leerse aquella desgracia. Difícil de describir si uno no lo tiene delante. Es algo así como que a los labios les cuesta levantarse con la risa, como si todas las emociones que su cara puede representar estuvieran lastradas, como si cada músculo de su cara tuviera un pequeño peso de 100 gramos tirando hacia abajo. Es el peso de una historia.

Cualquier historia. Sea la que sea. La soberbia heredada de años de un trato preferente, que aparece con una ligera dejadez en los labios, con frialdad en las expresiones. La desconfianza por alguna experiencia pasada, que tiende a esconder la mirada con rapidez. La ambición, que te envuelve con todos los músculos de la cara, desde la barbilla a la frente.

Y aquí sí. Aquí sí me fío. Cada vez que miro una cara me olvido de la cara y me voy a sus gestos. A que me hablen. A escuchar su historia.

Mil caras cuando camino.

Mil historias.

A veces juego a mirarme al espejo e intentar adivinar cuál es la mía.