lunes, 20 de octubre de 2014

Volando voy

Miraba con impaciencia el símbolo iluminado del cinturón, inseparable amigo del cigarrillo tachado por dos grandes franjas rojas.
Se apagó. Click. Cinturón  desabrochado. Y salgo al pasillo.
El zumbido del avión atraviesa las suelas de mis zapatos y hace vibrar todo mi cuerpo mientras me dirijo al servicio. Un par de vaivenes y me agarro a los asientos a mi paso para no perder el equilibrio. La gente duerme, descansa, lee, conversa. Entre dormir, descansar, leer y conversar no ven una pequeña figura de 1,25m tambaleándose por el pasillo.

Vuelvo del baño con cara de disimulo. Me siento junto a mi hermano. Meto la mano en el bolsillo y saco orgulloso 2 toallitas refrescantes y 2 jabones con aroma de Heno de Pravia.

Los nervios de volar entonces se resumían en tres sensaciones:

1) Jabones y toallitas gratis en los lavabos
(¿Por qué no se levantaba todo el mundo???)

2) Cacahuetes y lata de cocacola de 20cl a mitad del vuelo
(Y el arte de apurar muy muy poco a poco esos 20cl)

3) Las llegada y las luces de Palma de Mallorca, con el cuello roto desde tu butaca para no perderte ningún momento del aterrizaje.

Nervios preciosos. Nervios de esos que se planean con una semana de antelación.

Miro con impaciencia el símbolo del cinturón, inseparable amigo del cigarrillo tachado por dos grandes franjas rojas.
Se apagó. Click. Ojos cerrados. Desconecto. Comienzo a pensar. Todo eso que dejo. Todo lo que me espera. Quiero dormir. Mi rodilla no encuentra su sitio en la butaca de enfrente. Mi cuello viaja al antojo del piloto. No tengo nervios, no. Tengo miedo. De todo eso que dejo. De todo lo que me espera. Ya no hay jabones, ni toallitas. Me dan igual las jodidas latas de 20cl. Aterrizar significa que se acaba mi sueño.
Nervios. Me muerdo las uñas. Nervios de esos que ni se planean ni se quieren planear.

Carne de avión. El avión. Que encoje las distancias, que le da la vuelta los tiempos, que impulsa al recuerdo y que obliga a imaginarse en algún futuro.

Tantas veces he deseado teletrasportarme... me doy cuenta de lo absurdo de la idea. De imponer de golpe otra realidad sin el tiempo necesario para asumirla. De encontrarse con un nuevo escenario, cuando tu cuerpo sigue anclado al escenario anterior.

El avión. Que encoje distancias. Que no pregunta sobre tiempos.

Símbolo del cinturón apagado. Hemos llegado. Pueden encender sus teléfonos móviles. Pueden recoger su equipaje de mano. Pueden olvidarse de lo que dejan....

....

Si pueden....

martes, 7 de octubre de 2014

Deliciosa

Hay palabras que son lo que dicen ser. Palabras que cumplen lo que prometen.
Palabras como "delicioso".  Y esque nadie negará que "delicioso" es una palabra absolutamente deliciosa. Y más deliciosa se nos hace cuanto más la repetimos.

Deliciosa era la tarde en Bruselas. El sol caía en cada tejado, la gente lo recogía en sus caras iluminando una media sonrisa y las bicicletas lo convertían en traviesas sombras acelerando y frenando sobre las aceras.
Cambié pantalón de traje por pantalón vaquero y zapatos de suela dura por bambas nike y bajé corriendo las escaleras del hotel con la intención de sumarme a la causa y poner voluntariamente mi cara para ayudar a toda esa gente a recoger el sol que caía al atardecer. Se me dibujaba la media sonrisa sólo de pensarlo en las escaleras.

Bruselas bullía. Los primeros pasos en la calle y viene de golpe esa sensación conocida. Ese gustito que da preguntarse "y ahora a dónde voy?", ese regustito que da responderse "venga, vamos a probar por aquí". Y dejarse llevar. Observar. Disfrutar de tu soledad, tu deliciosa soledad acorde con lo delicioso de todo lo demás.

Pocas veces es deliciosa la soledad. Pocas, contadas, contadísimas. Pero cuando lo es, qué deliciosa es.
Descubrirla, saborearla, darle su tiempo. Mirarse, dejarse estar. Entenderse, no preocuparse.


Es bonito viajar solo de tanto en cuanto. SÓLO de tanto en cuanto. La distancia (kilómetros), la distancia (cultura) y la distancia (lejos de nuestra rutina), son en ocasiones caprichosas el aliño perfecto para invitar a esa soledad buena, a esa soledad feliz,  a la soledad de descubrir, de descubrirse. Las tres distancias nos predisponen y paradójicamente nos alejan de esa soledad dañina que tantas veces aparece cuando estamos rodeados de nuestra gente, en nuestra cultura, en nuestra rutina.

Viajamos solos y, así, solos, nos damos cuenta de que mucha gente está más presente en nuestro solitario viaje que cuando viajan a nuestro lado.
Somos así de raros. Soledad deliciosa que nos hace añorar en positivo a nuestra gente. Nos hace desear un nuevo viaje a los mismos lugares con ellos, nos hace vivir todo mucho más intensamente, con ansia de asimilar sensaciones, de no olvidar eso que sentimos en cada momento....

...ansias de no olvidar ese momento....

...porque no nos engañemos, todo eso bonito sólo tiene sentido si al final del viaje podemos contarlo.

Porque la soledad no debe durar ni un segundo más de lo que la hace ser deliciosa.

La tarde en Bruselas se apaga, dando lugar a una fina lluvia. La gente se esconde y vacía las calles. Llego al hotel.
Y con el fin de la deliciosa tarde se acaba mi deliciosa soledad.
Pijama y Skype para contarlo todo.

Lo dicho, no darle ni un segundo más a la soledad, no vaya a ser que deje de ser delicosa de golpe :)