lunes, 28 de octubre de 2013

Ver...

Inés baja cada tarde a la playa.
Siempre baja a esa hora en la que miles de pájaros salen de sus casas vestidos con mono azul, pañuelo blanco en la cabeza, un bote de pintura en la cola y un pincel en el pico para empezar a colorear las nubes por equipos. Primero el equipo naranja, luego el rojo, luego el morado. Ordenadamente desordenados, dejando que los colores se mezclen como si en un despiste hubieran dejado caer todos los botes de pintura a la vez.

Inés se sienta en la orilla y no ve los pájaros. Cierra los ojos y deja que los mil destellos de rojo a naranja, de naranja a morado, de morado a rojo caigan suavemente en su cara, disfrutando de cada matiz, de cada gota de color.

Mientras los pájaros siguen ahí arriba con su trabajo, una tropa de forzudos marineros forma frente a la orilla y, todos a una, en estricto orden militar, agarran con delicadeza el borde del mar y todos a una, como llevados por la batuta de una orquesta, lo mecen con dulzura, como si de un recién nacido se tratara.
Inés cierra los ojos y no ve a los marineros; simplemente deja que el vaivén de las olas distorsione el rojo del cielo que sigue cayendo sobre su frente, disfruta del sonido de cada ola, diferente al de la anterior y juega a ponerles nombre.

Inés cierra los ojos y no ve los grandes molinos que,  muy cerca de ella, a escasos metros, hacen girar sus enormes aspas para empujar el aire con la fuerza justa para jugar con su pelo. Disfruta de esa suave brisa, la respira, la prueba, mueve su cabeza al son de las aspas.
Por supuesto tampoco ve a las cien hormigas que en ese momento empiezan a subirle por la espalda hasta el cuello, levantando con un beso de hormiga cada pelo que se encuentran en su camino. Ella sólo nota un escalofrío que es más bien una caricia, y baja su cuello para que las hormigas puedan bajar por sus brazos al resto de su cuerpo, hasta que con sus antenitas le hacen cosquillas en los pies mientras se marchan de nuevo.

Después de llevar un rato sentada Inés se levanta, y moja sus pies en el agua. Cuando lo hace no ve a todos esos cangrejos con una pajita en la boca y gafas de bucear, soplando para arriba para hacer un millón de burbujas. Ella sólo siente en sus dedos el crepitar de las pequeñas bolsitas de aire chocando contra su piel, sólo oye el masaje de un millón de burbujas deslizándose desde el dedo gordo hasta el tobillo.
Inés se quita la ropa y se mete en el agua. Y mientras su cuerpo entra en el mar un sastre le va tejiendo con precisión un ceñido traje de fría seda, oscura y con destellos rosados que combinan con el cielo. Ella sólo nada, se zambulle, rompe el vaivén de las olas, bucea,…pero no ve al sastre que le acompaña en cada movimiento para retocar el vestido aquí y allá.
Sale del agua y mira de nuevo al mar. Allá a lo lejos cinco grandes buques han atado al sol y lo remolcan lentamente hacia el horizonte; y allí arriba los pájaros han cambiado su pintura roja por un morado cada vez más oscuro que tiñe todo del color de la noche.
Inés no ve los barcos, ni los pájaros. Tan sólo respira al compás de la noche, se viste, y decide irse a casa.


A Inés no le hace falta abrir los ojos. Está empeñada en repetirme que lo más bonito no es necesario verlo.
Inés es ciega de nacimiento.
Cada tarde bajo con ella a la playa, me siento junto a ella, cierro los ojos con ella

y decido no ver por un rato.  

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Escrito en el 2004. Me apetecía rescatarlo, y proponerme, sin falta, ver un poquito menos :)


1 comentario:

  1. Un gran homenaje tejido con lo mejor de tu estilo, tierno, poético y fantasioso. Una combinación demoledora que te sale (o eso parece) así, como si nada. El secreto está, diría, en manejar con domino adulto, imágenes infantiles. Y benditos los que, como tú, sienten más allá de lo que ven. En mi opinión, un texto para enmarcar.

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